Historias de café y del teso

Napoleon-Cafe

María Luisa tomaba café, Napoleón, achicoria

¿Qué nos pasaría a los cafeteros absolutos, los cafeinómanos irredentos, declarados y nada anónimos si por un casual, una jugarreta del Destino, la escalada de los conflictos entre las grandes, medianas y pequeñas potencias político-económico-industriales-estratégico-imperialistas del planeta nos fuera prohibido (y prohibitivo) el placer máximo de una taza de moka, de  una jícara de Colombia Pico Cristóbal, de un sorbo de esa ambrosía cultivada en las Montañas Azules de Jamaica?

Experimentaríamos dolor. Tristeza. Síndrome de la Abstinencia. Buscaríamos en las alacenas de nuestras cocinas restos de molienda o grano en los botes olvidados. Sería horrible. Inimaginable. Y  sin embargo, sin embargo, la Historia y las historias están llenas de  momentos en los que nuestra fantástica bebida desapareció de nuestros fogones, nuestras ollas, nuestras tazas.

En las guerras. Y en las posguerras. Cuando los bloqueos internacionales establecidos, siempre, por quien vence contra el que ha vencido. En nuestros años 30, 40, 50 se bebía en nuestras casas falso café de raíces, falsísimo café de féculas, bastardo café de semillas y  vegetales  endulzantes. Tras la II Mundial en la vencida y dividida Alemania y en la no menos derrotada Austria se aferraron a una bebida con profundo arraigo en esos países, el café de higos, higos secos, tostados, desmenuzados. Años atrás, cuando la Luftwaffe bombardeaba sin piedad Londres, los valientes habitantes del East End, las floristas de Covent Garden  se calentaban con su café de hoja de higuera tostada. Normalmente, en tiempos de paz y bonanza, esa hoja era y es, simple y magníficamente, un exquisito aditivo al café de verdad. Le aporta un delicado sabor a fruta. Un aditivo delicioso, como puede serlo el cardamomo en los cafés marroquíes, árabes, bereberes. Pero entre 1939 y más allá de 1945, en las tazas de los habitantes de Coventry no había café. Solo hoja de higuera infusionada.

Sin embargo, curioso, no ha sido solo el pueblo quien, en los periodos  cuando  la Historia se vuelve trágica, se ha visto privado de  nuestro amado, estimulante y psicoactivo brebaje. También los poderosos. Aunque claro, solían ser ellos quienes provocaban  la falta de café.

Un ejemplo, Napoleón. Bonaparte. Fue, lo sabemos, general republicano, Primer Cónsul y Emperador. Así de sencillo. Solo le derrotaron los guerrilleros de Despeñaperros, el Mariscal Invierno en Rusia y Wellington en Waterloo. Amaba el corso el café. Su frase El café fuerte  y en abundancia me hace sentirme vivo, me inspira ardor, fuerza y un suave dolor que no deja de causarme placer aparece en cientos de webs dedicadas al bello arte y la gran pasión de cultivar, tostar y beber….¡café!

A pesar de ese su amor por las cerezas de la fruta del cafeto, en noviembre de 1806, victorioso en el campo de batalla de Austerlitz y sabedor de que nunca podría invadir Gran Bretaña, gran potencia industrial, colonial y naval, Napoleón Bonaparte, dueño y señor de casi  toda Europa, instauró lo que se  conoce por  Bloqueo Internacional y decretó la prohibición de que los países sometidos a él y, naturalmente, la misma  Francia tuvieran ningún tipo de relación comercial con Inglaterra.

Dado que  la Royal Navy, la armada británica, controlaba ab-so-lu-ta-men-te las rutas comerciales con América, Oriente y África, Europa quedó cerrada no solo a los productos manufacturados y a los industriales sino a cualquier especia, licor o fruta que debiera llegar de allende el Atlántico o el Mediterráneo. Había, por ley, que consumir producto francés. Se plantaron campos de remolacha para tener el azúcar que ya no llegaba de Haití (los esclavos hacía tiempo que se habían rebelado) o las Antillas. Se plantó algodón pero, lógicamente, ningún cafeto daría jamás fruto en Las Landas o en Marsella.

No había café en toda Francia. Y los franceses, en masa y llorando, se lanzaron  a beber litros y litros de achicoria, planta herbácea de la familia de las asteráceas. Cogían su raíz, la limpiaban, la tostaban, picaban, molían y preparaban infusiones. Pero como se lee en el libro La sinfonía napoleónica de Anthony Burgess, autor de La naranja mecánica, en los cafetines de Paris se trapicheaba, se traficaba y se soñaba con café -café . Algunos kilos solían entrar de contrabando a precio de oro vía países aún rebeldes contra  quien también fue coronado Rey de Italia. 

En el libro de Burgess, un camarero, sin saber que está frente al mismísimo emperador quien, embozado, callejea entre sus súbditos, cuando éste le pide un  café solo para descubrir si en ese bistró cumplen su bárbara orden, le sirve el sucedáneo  con estas palabras: ‘Muy bien, una tacita de diarrhèe noire para el caballero’. Este le contesta que  son los malvados británicos quienes provocan esa ‘diarrea’ y el tabernero responde: “De buena gana daría mi brazo y hasta mis huevos por una  simple taza de discreto moka”.

Vuelve Napoleón a palacio.  Su esposa, María Luisa, hija e Francisco I de Austria, le ofrece una jícara. Los dos sonríen. Él sabe que su mujer recibe café de verdad  a través de los emisarios de su buen padre, nada fiel a Bonaparte.

¿Qué nos pasaría si mañana mismo nos dijeran que ya no íbamos a tener molienda de Sumatra o un Kenia ideal para tomar al atardecer?

Cierto y verdad, hay quien toma ‘cafés’ de achicoria o cebada. La primera, dicen, hasta se ha convertido en saludable y distinguida bebida para los no adoradores de la cafeína o la teína y  en cuanto a la segunda, nadie ignora su poder nutritivo pero, ¡cielos, sírveme, garçon, otra taza de Etiopia Limu moka cultivado a más de 2000 oetros de altura!

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Begoña del Teso

Begoña del Teso

Comentarista de Cine. Entrevistadora. Reportera.
Fan fatal de los vampiros, las motos y el café.

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